por Miguel Angel Aispuro Ramírez
[av_dropcap1]E[/av_dropcap1]s el verano de 1897, en Nueva York. Sobre una pizarra, el doctor Laszlo Kreizler comienza a escribir una serie de anotaciones. Destacan las palabras «secuestro», «la mujer del tren», «institutriz o enfermera», «partidarios de la guerra», «¿por qué?».
Su auditorio resulta familiar: John Moore, indolente y frívolo, bebiendo; Sara Howard, que pasó de secretaria de Roosevelt a agente de investigación privada para señoras (según reza el cartel de su puerta); los hermanos Isaacson, aún son agentes en el departamento de policía; Cyrus y Stevie, mitad protegidos y mitad ayudantes de Kreizler, completan el público.
El caso que los convoca es la investigación extraoficial del secuestro de Ana Linares, la pequeña hija del secretario personal del cónsul español. El rapto ha ocurrido a plena luz del día en un lugar concurrido y no hay exigencias de rescate. Por si fuera poco, la relación entre Estados Unidos y España está en su peor momento y dicho crimen puede encender la mecha del conflicto bélico. Los primeros indicios señalan que el secuestro lo ha cometido una mujer con antecedentes de infanticidio. El tiempo apremia.
Ésta es la premisa de la que parte Caleb Carr para narrar una nueva aventura del alienista Lazslo Kreizler en El ángel de la oscuridad (2007, Zeta Bolsillo), una historia que transcurre en una Nueva York más sucia, más hundida en la corrupción y la violencia, donde las pandillas se disputan los barrios y la policía, ahora libre de Roosevelt, es ineficiente y estrecha de miras.
Hay que decirlo desde un inicio: la novela está a la altura de su predecesora El Alienista, aunque entraña diferencias a considerar. La primera (y que se agradece) es la nueva voz narrativa, Stevie Taggert (el delincuente juvenil, reformado por Kreizler). Algo de lo que adolecía El Alienista era su narrador sin profundidad como personaje. Stevie, en cambio, es un chico endurecido en la sabiduría de la calle, con una profunda inteligencia y curiosidad por todo lo que sucede alrededor de la investigación. Como narrador-personaje, posee, además, una historia íntima y compleja. El resto de los personajes conocidos pasan ahora al lector a través de su percepción fresca: Laszlo Kreizler, paternal y vulnerable; la señorita Howard, un misterio femenino y novedoso; los Isaacson siguen siendo intercambiables; John Moore se lleva la peor parte: aparece en una frívola decadencia, indiferente, amargado y “al que le dejaban las preguntas tontas” según dice Stevie.
Igualmente no hay que dejar de señalar que la elección de narrador obliga al escritor a ejecutar malabares para que un simple jovencito esté presente en la mayoría de los sucesos y avances del caso. También vuelve totalmente inverosímil su memoria sobre la vestimenta precisa y citas textuales sobre autores en materia de psicología, dado el poco interés de Stevie en esos temas. Pero al final es una licencia literaria necesaria.
Si El Alienista construyó desde cero, para el lector, el proceso de un perfil psicológico de un asesino serial, El ángel de la oscuridad construye desde sus cimientos un proceso de investigación judicial. Todo lo aprendido y refutado en el caso Beecham (el asesino en serie) juega ahora en contra de los personajes de la novela. Su conocimiento no será suficiente para enfrentar a una nueva y retorcida forma criminal. La extensa novela amplía el universo de la investigación policiaca, tanto para el lector como para sus personajes, lo mismo que amplía la geografía en la que se mueven. El cerco que van tendiendo alrededor de la secuestradora se nutre tanto de inteligencia, ingenio e intuición como de golpes de suerte y apuestas. Y eso mismo alimenta los obstáculos que la investigación enfrentará.
Como comentario final, hay una serie de preguntas que flotan sobre toda la novela. Preguntas que el lector en algún momento habrá de responderse: ¿Es la maternidad el objetivo último de la mujer en la sociedad, en cualquier tiempo y lugar? ¿Qué alternativa tienen las mujeres que no cumplen este destino? Liberarse a sí mismas de sus hijos, ya por abandono u homicidio, ¿solo lo explica la maldad y la locura, que no la elección y la voluntad? ¿Y por qué todas las cuestiones anteriores cambian o se esfuman cuando hablamos de un hombre en su lugar?