por Miguel Mora Vargas
Una cosa es reflejar el tedio como propuesta y otra caer en él, sin posibilidad de dar una salida práctica para que el espectador no pierda el interés en una trama sin conexión espacio-temporal y así poder escapar de la incomprensión y el aburrimiento.
En El sendero de los sueños (Der traumhafte Weg, Alemania 2017), la directora Angela Schanelec, nos cuenta la historia de dos vidas paralelas unidas por la desdicha, la tristeza y el infortunio sin solución aparente.
Narrada con saltos temporales abruptos, poco perceptibles para un público habitual, la realizadora nos reseña dos historias separadas por treinta años. Una cuenta la vida de una pareja interpretada por Miriam Jakob (Theres) y Thorbjörn Björnsson (Kenneth), que sobreviven como viajeros ambulantes en Grecia en el año de 1984, cantando en un parque y recolectando monedas. Los dos emprenden una historia de amor que se ve interrumpida súbitamente cuando la madre de Kenneth sufre un accidente grave en Londres, el personaje tiene que viajar de regreso a su lugar de origen. Treinta años después, otra historia es abordada, la de Ariane (Maren Eggert) que abandona a su marido después de una crisis matrimonial en Berlín en 2014.
En las dos tramas se plantea el fracaso en el amor. Ariane no puede superar la crisis emocional y abandona su hogar para mudarse a un apartamento en la Estación Central de Berlín. Este es el único punto de encuentro entre las dos historias, la cineasta Schanelec, nos regala un punto de vista cuando la mujer instalada en su nuevo departamento mira por la ventana y nos descubre a Kenneth sentado con su perro a la salida del metro. Todos los personajes sufren una degradación profunda, por un lado el cantante amante de Theres, ya no es un músico lleno de ilusiones que busca una salida, ahora es un yonqui hundido en la droga y sin futuro. En el caso de Ariane, una actriz de televisión con futuro, renuncia a la vida matrimonial por desencanto.
La historia no posee mayor mensaje que la vida cotidiana dentro de una atmósfera de tedio que no tiene salida, es un argumento asfixiante sin un enunciado real o tal vez la propuesta es esa: la sencillez de lo absurdo, reflejada con cuadros estáticos en los que se muestran manos, pies, tomas prolongadas, además escenas de una filmación lejana bajo la lluvia.
La cuestión es que el recorrido narrativo que pudiera unir a las dos historias es muy subjetivo y poco sustancial, dejando como “planteamiento” la búsqueda de la separación afectiva que viven dos parejas en contextos sociales muy distintos.
La fórmula visual que logra el cinefotógrafo Reinhold Vorschneider, es correcta a pesar de estar atrapado en el formato tradicional 4:3, en pocas ocasiones mueve la cámara y solo está limitado a hacer encuadres interesantes que pueden remitirnos a otras cinematografías, pero el resultado es congruente con lo que se planeó en un principio, es decir cuadros estáticos que sugieren escenas fuera de cuadro y no alteran la calidad de su cinematografía.
Algunos críticos comentan que la película tiene similitudes en sus encuadres y planteamiento con El dinero (1983) de Robert Bresson, pero en la actualidad es frecuente refugiarse en la obra de otros grandes cineastas para no salir mal librados.
El sendero de los sueños dista mucho de cualquier comparación con el cine de Bresson y otros tantos, pero para aquellos que les guste ensalzar el culto al nuevo cine alemán, pueden disfrutar de esta obra soporífera que fue parte de selección oficial de la competencia en el Festival Internacional de Cine de Locarno 2017.
Si tienes problemas de insomnio no te la pierdas, actualmente en Cineteca Nacional.