por Jonathan Mata Richardson
[av_dropcap1]U[/av_dropcap1]na nueva era de Walt Disney ha iniciado. Ahora estamos viendo cómo reviven los clásicos animados pero con personajes de carne y hueso. Así ha ocurrido con Christopher Robin (EUA, 2018) quien ha llegado a la pantalla grande de la mano de su entrañable pandilla de animales de peluche, encabezada por Winnie Pooh.
Alan Alexander Milne creó a estos personajes que fueron llevados por Disney a la gran pantalla por primera vez en 1966 con Winnie Pooh y el árbol de la miel donde se cuentan las aventuras que vive un niño con sus muñecos de peluche en El bosque de los cien acres.
La nueva cinta, dirigida por Marc Forster y realizada en live action, comienza cuando Christopher Robin abandona su hogar —y a sus viejos amigos de felpa— para partir a un internado que tiene poco que ver con aquel viejo bosque en el que sólo hacía falta preocuparse por no ser devorado por algún “efelante”.
Pasados los años, Christopher Robin (Ewan McGregor) es ahora un veterano de guerra, padre de familia y responsable de la optimización de una empresa encargada de fabricar y vender maletas, un trabajo que le deja muy poco margen de tiempo y energía para estar con su esposa (Hayley Atwell) y su pequeña hija, Madeline (Bronte Carmichael).
Con el paso del tiempo y el peso de las responsabilidades, Christopher Robin se ha vuelto un hombre frío, con poca alegría y muy distante, que aún cuando ve frente a sus ojos cómo se desmorona su familia, no es capaz de poner un alto a sus labores y replantear sus prioridades, hasta que un buen día se topa con su viejo amigo Winnie Pooh. Entonces el osito lo lleva de vuelta al sitio donde fue más feliz y lo empuja a poner todo sobre una balanza a través de un encuentro con su pasado y consigo mismo.
Siempre me pareció que Winnie Pooh era una mirada a la infancia desde los ojos de un viejo, como el tazón de caramelos de anís de una abuelita y su falsa creencia de que los niños los aman, sin embargo, creo que se debe al concepto erróneo de que la obra original va dirigida al público infantil.
Si pensamos en esta cinta exclusivamente como un divertimento para los chamacos, acabaremos por decir que es una película lenta y aburrida. Aunque tiene sus pastelazos y sus momentos de acción, especialmente en el último acto. No obstante, cuando la vemos con ojos de adulto, irónicamente, es cuando la encontramos mucho más nutritiva, basta con apreciar el modo en el que está fotografiada: atmosferas frías e incluso sombrías; hermosos detalles de las texturas del viejo peluche; aquel globo rojo que lleva Pooh y que resalta en un mundo grisáceo, resistiéndose a morir durante el vertiginoso andar de un tren… vaya, son cosas que se valoran porque uno es el Christopher Robin de hoy, luchando por mantener la esencia del Christopher Robin de ayer.
En conclusión, esta cinta se parece más a Donde viven los monstruos (Alemania, Australia, EUA, 2009) de Spike Jonze que a una película de Disney. La estética, atípica para este tipo producciones, puede llegar a desorientarnos, y es que no dejamos de tambalearnos entre la luz y la oscuridad, tal como en la vida misma.
Puedo decir que estamos ante una obra que no será del todo comprendida y que su transcendencia dependerá siempre del momento personal y emocional de aquel que la contemple. Vale la pena verla al menos una vez, en una de esas, quién sabe, puede que hasta nos den ganas de ir en busca de uno que otro viejo juguete.
https://www.youtube.com/watch?v=EpJrFtcP0Ok