por José Noé Mercado
[av_dropcap1]L[/av_dropcap1]os 122 minutos de metraje de Sicario 2: El día del soldado hacen trizas la vieja premisa de que las segundas partes nunca son buenas. Si la primera entrega —Tierra de nadie (2015)—, dibuja un amenazante panorama en la frontera entre México y Estados Unidos, que diluye todo idealismo en la brutal realidad del perdido combate contra el tráfico de drogas, la secuela del italiano Stefano Sollima se nutre de esa sustancia dramática beligerante para convertir nuestra zona fronteriza en una auténtica cicatriz dolorosa que se abre ante la violencia, corrupción y desasosiego.Potenciado por la admirable fotografía (casi de western) de Dariusz Wolski, Sollima ofrece un filtro que transforma lo cálido de los personajes y las acciones en aridez desoladora, a través de una trama tensa que no ofrece tregua ni ventanas para algo extra a la sobrevivencia o la aniquilación.
La cinta muestra cómo la bestia del terrorismo ha llegado a Estados Unidos. En parte, lo terrible del asunto es que ISIS ha permeado por su frontera sur, coadyuvada por los cárteles de la droga mexicanos, que han visto ampliadas sus líneas de negocios hacia el tráfico de terroristas.
Así lo conversan el Secretario de la Defensa norteamericano y el agente Federal Matt Graver (Josh Brolin), al que le encomiendan resolver esa vulnerabilidad, a través de un plan que no puede hacerse público y del que incluso el gobierno se haría el desentendido si llegase a quedar al descubierto: estallar la guerra abierta entre los cárteles que tienen injerencia en la frontera para que se exterminen entre ellos.
Matt Graver —ese carismático personaje que asiste a las reuniones de inteligencia en la comodidad de sus bermudas y sandalias sin calcetines— tiene la fórmula exacta para intensificar ese conflicto criminal en el que no habrá reglas: secuestrar a la adolescente Isabel Reyes (Isabela Moner), hija menor de Carlos Reyes, capo de uno de los cárteles en disputa, y adjudicar la provocativa acción a sus enemigos.
Para lograrlo, recurre al enigmático exabogado convertido en justiciero implacable Alejandro Gillick (Benicio del Toro), quien no puede negarse a tan atractiva misión, ya que fue precisamente Reyes el criminal sin sentimientos que acabó con la vida de su familia.
Con toda esa dinamita sobre la pantalla, Sollima logra una película que no pierde la elegancia original de Villeneuve, al tiempo que alcanza una bestialidad sórdida en la puesta en escena de las acciones. La tensión angustiosa se transforma en sensaciones demoledoras que remecen al espectador por la crudeza con la que actúan los personajes al perseguir ciegamente sus motivaciones.
En ellos no cabe la hipocresía ni la doble moral, rostros que se expone que delinean a los gobiernos de Estados Unidos y México, en sus discursos y en sus prácticas institucionales.
Las escenas de acción son espectaculares, filmadas con gran destreza y sentido dramático. Lo rojizo del gore es uno de los encendidos tintes de ese desierto en el que la vida parece haber perdido el valor y en el que no hay más autoridad que la del más fuerte, el más salvaje, el más brutal.
Matt y Alejandro —los dos antihéroes de la saga— tienen en Brolin y Del Toro a intérpretes carismáticos e insuperables que supuran testosterona, pero que en el fondo tienen la fragilidad necesaria para entender la relativa inocencia infantil de Isabel, encarnada por Isabela Moner, una jovencita de notables matices histriónicos que transforma a la hija del capo Reyes de una intocable muchacha insolente y altanera a un ser frágil, devastado, aterradoramente mudo.
Es en ese mundo de las señas, donde las palabras no tienen significado, en el que Stefano Sollima consuma también ciertos momentos de empatía, tanto con personajes sin trascendencia como un miserable campesino —Bruno Bichir— que sobrevive con su familia, perdidos en la inmensidad calurosa del desierto; con esas condiciones de vida inmodificables, sin esperanza de progreso, y que quizá lleva a muchos jóvenes —como sucede con el debutante pollero Miguel— a sumarse a las filas de la delincuencia organizada, en ambos lados de la frontera.
Lo que contraría y duele de Sicario 2: el día del soldado, es su pasmosa cercanía con el México de hoy y su respectivo entorno sociopolítico. Coincidencia no sólo geográfica (la cinta incluye secuencias filmadas en el mismo corazón de la Ciudad de México: 5 de Mayo, Independencia, Balderas, Paseo de la Reforma; Santa Fe), sino sobre todo en su degradación moral a manos del crimen, la desesperanza, las políticas antiinmigrantes del país vecino o la corrupción institucionalizada que lleva al personaje de Alejandro a sentenciar que después de todo lo que hemos visto es ingenuo seguir creyendo que las cosas van a cambiar.
El estreno de la cinta es para celebrarse desde el punto de vista cinematográfico. Es una obra contundente y muy disfrutable, con sólido guion de Taylor Sheridan y magnífica música de Hildur Guðnadóttir, en el sentido de que exacerba aún más los nervios producidos por la trama. Incluso pasa a lo anecdótico el tremendo Deus ex machina con el que se resuelve una de las escenas más sangrientas y conmovedoras de esta historia. Es un pecado menor que, muy en el fondo, se agradece ante la demencial saña humana.
Aunque, sin duda, Sicario 2: el día del soldado es de esas películas que hacen terminar al espectador incómodo, muy distinto de cuando empezó a verla. Tal vez porque, de alguna manera, le recuerda que allá afuera los sicarios andan sueltos.