por Concepción Moreno
[av_dropcap1]A[/av_dropcap1]todos nos ha pasado. Un viaje pesado, el calor a plomo, la playa repleta, las peores circunstancias. Y sin embargo cuando comemos un coctelito de camarones de pronto nos asalta la memoria de ese viaje. Y lo extrañamos. Ay, lo bien que lo pasamos en Acapulco en Semana Santa.Hay experiencias que son mejores recordadas que vividas y la neurociencia tiene una respuesta a ello.
Así como Marcel Proust, el escritor francés de En busca del tiempo perdido, descubrió en una galleta y un té los recuerdos más íntimos de su infancia, así un olor o un sabor nos transporta de inmediato y sin que lo esperemos irremediablemente a otra parte.
El jurista Pedro Recaséns Siches recomendaba a sus alumnos aprender algo y olvidarlo siete veces antes de que quedará indeleble en la memoria. Si bien los neurocientíficos no coincidirían del todo en la teoría, si saben ahora que la memoria es material dúctil.
Como explica Jonah Lehrer en su libro de divulgación de la ciencia Proust was a neuroscientist, cada vez estamos más seguros de que quien olvida volverá a recordar gracias a un sabor o a un olor.
Lehrer dice, basándose en varios estudios, que mientras más cercano esté el recuerdo de nuestro paladar o nuestra boca, más seguro es que lo traeremos de vuelta. La razón: tanto el olfato y el gusto son los sentidos más pegador al hipocampo, el centro emocional del cerebro. A diferencia de los otros sentidos como el tacto o la vista, olfato y gusto no pasan por la corteza frontal del cerebro donde se haya alojado el filtro de la razón.
Proust, con su famosa madalena y su té, recuerda de inmediato su infancia en el pueblo francés de Combray y es así que empieza su viaje a un pasado mutable. Un pasado, pues, que no existe, pues como sabemos hoy la memoria es ficción que nosotros juramos que es real.
Los recuerdos se forman de manera curiosa. No son, como solían pensar antes los neurocientíficos, una especie de archivo muerto en el cual tenemos almacenada “la primera memoria”, la que creemos real. La memoria es fugitiva, mutante. Seguramente el panecillo de Proust lo llevó a una ficción: aquella de un supuesto paraíso perdido (“Todo paraíso está por fuerza perdido”, escribe) en un pequeño pueblo que durante su infancia y su adolescencia fue su tortura. De nuevo: hay experiencias que es mejor recordarlas que vivirlas.
En su libro, Jonah Lehrer explica que los estudiosos del cerebro han coincidido con Marcel Proust: ninguna memoria es real. Se alimenta de hechos reales pero lo que recordamos es pura autoficción, una manera extraña de reconocernos a nosotros mismos en un contexto que es falso o cuando menos alejado de la verdad.
Volvemos al consejo de Recaséns: mientras olvidamos, recordamos. No es hasta el momento de la reminiscencia que nos damos cuenta de lo que habíamos borrado de la memoria.
Hay en juego toda una serie de transmisiones neuronales que logran el milagro del recuerdo. Como explica Lehrer, antes los estudiosos pensaban que las neuronas eran una especie de red circuito, millones de neuronas pegadas unas a otras. El doctor Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel, descubrió que no era así, que las neuronas se encuentran separadas y se comunican a través de proteínas y neurotransmisores. Cuando una neurona relacionada con un recuerdo se activa, manda una señal a otra que recuerda también y he ahí la magia de la memoria. Mientras más recordamos, más fuerte se vuelve la conexión entre esas neuronas y se forma la memoria a largo plazo.
Todavía falta mucho que descubrir sobre cómo recordamos, pero lo cierto es que artistas y filósofos intuyeron lo que hoy los científicos descubren. Así como se descubren nuevas teorías y desbancan otras, los artistas juegan a la ficción sin saber que algunos están dando en el clavo. Una más de las razones por las que ciencia y arte no deberían separarse mucho.