Yermo, el nuevo documental de Everardo González, transporta al espectador a lugares inhóspitos que despiertan el anhelo por el primitivismo. Un añoro a una vida simple, a modos de vida más naturales y ancestrales, de los que las ciudades nos han despojado.
El acercamiento del director ha sido atípico considerando que en su filmografía, Gónzalez, confronta directamente a sus sujetos. En éste se optó por el enfoque contrario, ser una mosca en la pared, una tendencia contemporánea similar a la filosofía que llevan Wang Bing y Kazuhiro Soda, con nuevas maneras de documentar sin robar protagonismo o establecer una dinámica de autoridad.
Este retrato de 10 desiertos del mundo muestra a sus habitantes desinteresados en el proyecto del que son protagonistas. Es ahora el espectador el que se ve confrontado por la cámara y la búsqueda inadvertida del cineasta, la que protagoniza esta película. La intención de este documental no es conocer al personaje en pantalla, sino hacer al espectador conocerse a sí.
Yermo se pasa ligera porque a diferencia de los trabajos pasados del director, en esta no se tocan problemas de violencia, miseria o dolor; por el contrario, resulta una experiencia muy agradable olvidarse de las emergencias que nos aquejan y concluir que hay personas que quizás ni se enteraron de ellas.
El hilo conductor nos lleva conociendo nuevos lugares y culturas sin mayor pista. No hay diálogo o narración que guíe al público, se transita entre locaciones y estados de la mente suavemente. Gracias al increíble trabajo en edición, de Paloma López, en el recorrido pasas de estar en algún campamento remoto del Sahara, a transicionar suavemente con su conexión temática a Mongolia. Es así cómo se conectan en la trama silenciosa las diferentes culturas, se hace desde desde campos semánticos: la comida, el vestir, las relaciones, la maternidad, el pensamiento, los sueños… se conoce a profundidad a las personas, no como muestra de análisis, sino como seres sintientes.
Dicha perspectiva es la que facilita los “accidentes felices” que suceden y la vuelven comparable a la última obra de Abbas Kiarostami: 24 Frames o Baraka de Ron Fricke; aproximaciones documentales con nuevas filosofías orgánicas de filmación. Everardo, con su poca intrusión, se sale con la suya y agrega un giro conceptual único.
Digo, con cuidado, que el esfuerzo de González es inconsciente por el contexto que ofrece en esta última obra. Él reconoce que el proyecto comenzó sin rumbo o una intención clara ya que fue por encargo de, su amigo Alfredo De Stefano, un fotógrafo paisajista que lo invitó a emprender este viaje en el que el director se abocó a capturar sin descanso a los desapercibidos lugareños de distintas regiones que, en varios momentos, se preguntaban: “¿Por qué nos graban?”. “¿Todavía sigue haciéndolo?” E incluso “¿¡es pornógrafo!?”.
Las interacciones frente a cámara son invaluables y muestran un lado más fiel de personas que habitualmente se vuelven souvenirs de viajeros o caso de estudio. En sus 70 minutos de duración, se acerca de manera humana a las situaciones sin explotarlas para la comedia o el drama. Un bello despliegue de pequeñas cortinillas de cotidianidad ajena.
De repente uno se encuentra pensando en todas las cosas mencionadas al mismo tiempo y la curiosidad lo retoma, el auditorio también experimenta la regresión a un estado más natural del ser. Yermo se vuelve una bocanada de aire que refresca nuestra mente contaminada con los corrosivos problemas de nuestro día a día.
Es fácil olvidar que hay otras personas allá afuera viviendo en mundos dentro del mismo planeta, unos libres del mal que nos quita el sueño. La inercia del ritmo que llevamos nos deja a la deriva de conclusiones vagas acerca de cosas que parecen urgentes y quitan de vista lo importante. Rara vez se nos da una pausa para recordarnos quiénes somos y quiénes podríamos haber sido.
El espejo que propone el documentalista es ciertamente filosófico. Problematiza en un relativismo propositivo que nos lleva a conclusiones poco comunes, nos hace periclitar nociones arraigadas que ofuscan nuestra comprensión, esta demostración de talento pone en cuestión el momento y lugar en el que vivimos. Pocos logran semejante efecto sobre una audiencia, son rasgos de una evolución filmográfica que muestran la madurez con la que se toma al “mercado” y, con gran humildad, se nos da una lección de vida inesperadamente placentera.
Al terminar le comenté a su creador que encontré algo que normalmente no buscaría en sus películas: paz. Esa de la que ya no gozamos con cada mala noticia que acaece; es raro encontrarse distraído de la manera en que º atrapa, de una agradable. Se siente bien viajar a otra parte, aunque sea en la cabeza, olvidarse de todo. Everardo me comentó que su ambición al hacerla no tuvo mayor pretensión; como educar o siquiera tener decisión sobre el lugar al que se iría; también que no quiere repetirse y busca evitar pleitesías al mercado desprendiéndose de obras anteriores
Por el mismo motivo, me parece erróneo compararlo con la aportación más famosa de Flaherty, que se ha referenciado para tildar a Yermo de esfuerzo “antropológico”. Al contrario, el director se dejó caer en la incertidumbre de un proyecto que no tenía rumbo para moldearlo como el mármol. Lo dotó de significado en cada escena que se encontraba —por accidente—, en cada locación que caía. Incluso la realización es coherente con la esencia del documental. Remite a años más simples, se deja de lado la teoría y, contemplamos el hacer creativo al ver cómo se juega experimentando. Casi como un niño de viaje con su primer cámara captando lo que encuentra; es la marca de un gran artista, esa capacidad de volver a lo básico, con la simplicidad como recurso supremo de genialidad, dejándonos descansar y disfrutar de su insondable grandeza.