por Fernanda Ferrer
[av_dropcap1]A[/av_dropcap1]ri Aster, el director que insertó su nombre en el cine de horror con su macabra ópera prima, Hereditary (EUA, 2018), regresa este año con Midsommar (EUA, 2019), que, con una narrativa punzante, muestra el horror a plena luz del verano escandinavo.
En Midsommar la luz puede ser menos benevolente que la oscuridad, pues no da lugar para ocultarse.
Esta cinta de horror comienza desde la perspectiva de Dani (Florence Pugh) que, más allá de su suave apariencia, se encuentra lidiando con los estragos de una horrible tragedia familiar. Debido al trauma, Dani se aferra a una relación claramente
disfuncional con su frío novio Christian (Jack Reynor). Christian está más interesado por vivir una vida sin Dani, pero la culpa hace que entren en un ciclo vicioso donde ambas partes sufren su soledad y la dinámica tóxica que han creado, pero el miedo impide que se alejen de ella.
La proposición de un viaje por parte de un amigo de Christian, parece ofrecer un oportuno escape de la realidad y se trasladan a Suecia para unirse a una comunidad rural que está a punto de realizar un festival de verano que únicamente ocurre cada noventa años.
A pesar de la reconfortante bienvenida que les brindan los miembros de la comunidad, las viejas tradiciones empezarán un asfixiante descenso hacia algo más perturbador y terrorífico.
La historia comienza con un familiar drenaje emocional entre el duelo de Dani, la agónica relación con Christian y su condición de extraños en un ambiente que pronto comienza a escalar en una ominosa y casi surrealista atmósfera que sacude con su explosiva brutalidad a los personajes y a la audiencia.
La gran influencia de películas clásicas de terror que el director ha tenido, es nuevamente notoria en su última cinta. Desde las clásicas temáticas de culto y celebraciones paganas que comenzaron a proliferar en los 70, y que nos recuerdan a cintas como El culto siniestro (The Wicked Man, Robin Hardy, Gran Bretaña, 1973) hasta su interesante selección de paleta de colores un tanto pálidas que evoca el technicolor de baja fidelidad de cintas de terror de mediados del siglo pasado.
La cinta logra colocar a la audiencia en un lugar inquietante pero placentero. Entre estridentes alucinaciones, una sofocante realidad y deseos que atormentan a los personajes, Aster crea un ritmo, ya sea intencional o generado por la presión del estudio, con sentido de urgencia. Esto hace que por momentos se sienta una rara dispersión que, con mayor tiempo de cocción, hubiera disminuido. Sin embargo, el evidente dominio del director de los elementos cinematográficos logra crear una experiencia poco usual y bien orquestada que se alimenta de su propio caos.
Con tal sólo dos largometrajes, Ari Aster está labrando un respetable lugar en el arte de crear una sublime incomodidad.
Midsommar es un trabajo que propone generar incertidumbre y miedo, no sólo con imágenes terroríficas habituales que se esconden en las sombras o la superstición, sino que coloca a los personajes en un luminoso escenario que más bien busca exponer la macabra existencia humana como máximo demonio a enfrentar.
Es una historia desquiciante que lleva al extremo una ruptura amorosa, la persistencia de permanecer en relaciones que han muerto pensando que no existe otra alternativa y la exploración del sentido de pertenencia, un festival donde la intrincada relación entre el genuino suplicio emocional y la exposición a un entorno depredador, obliga al espectador a respirar a un ritmo diferente.