Una forma diferente de abordar el tema de la paternidad.
por Miguel Mora Vargas
Mi papá se llama Lola (Lola Pater, Francia, 2017), escrita y dirigida por Nadir Moknèche, es un drama familiar con connotaciones de segregación racial y de identidad de género.
La historia comienza con la muerte de la madre de Zino (Tewfik Jallab), un joven afinador de pianos de origen argelino que vive en París. Tras el duro transe de la muerte, Zino tiene que encontrar a su padre, el cual los abandonó a él y a su madre hace más de 20 años, para arreglar asuntos notariales y así poder conservar el departamento que le pertenecía a su madre.
El joven decide buscar a su padre en una pequeña localidad de Francia. Al llegar a una escuela de danza oriental, Zino se encuentra con Lola Chekib (Fanny Ardant), una maestra de baile que tiene el mismo apellido y rasgos similares a los de su padre. Aunque el encuentro es breve porque Lola evade a Zino diciéndole que el hombre al que busca no está ahí, queda en el ambiente algo peculiar que pronto descubrirá el espectador. Lola en realidad es Farid Chekib, el padre del joven, que hace tiempo cambió de sexo y se ocultó para no ser descubierto.
Aunque el misterio de la película se descubre pronto, esto no afecta el desarrollo de la historia porque en realidad se trata de un tema de perdón y aceptación. Es por eso que lo que importa para mantener el interés del público en la trama es ver cómo Lola toma fuerzas y decide trasladarse a París y confrontar a su hijo explicándole la verdad.
El resultado de la revelación provoca conmoción en la vida de Zino y en breve brotan los sentimientos de desprecio y rencor. Pero más allá de esa sensación de rechazo, prevalece el reclamo al abandono y es ahí donde el director Nadir Moknèche construye el drama familiar. A final de cuentas, el hecho de tener un padre transexual pasa a segundo plano y queda en el ambiente de la historia la tolerancia, que les permite a padre e hijo abordar temas del pasado, presente y futuro que los llevará a una reconciliación.
Si bien la película transcurre principalmente en un tono de drama, no profundiza: nunca queda claro por qué Farid, ahora Lola, se trasladó de Argelia a París y de París a un pueblo remoto abandonando a la mujer que amaba y a su pequeño hijo.
Pero lo que sí persiste en la historia es que Lola es un ser sensible lleno de culpas que no está dispuesto a volver a perder a su hijo: esa fuerza es lo que mantiene la trama funcionando hasta deslizarse lentamente y llegar a la aceptación.
Aunque la puesta en escena y la fotografía a cargo de Jeanne Lapoirie son eficientes, la historia se diluye en un mar nostálgico de reclamos sin penetrar en el verdadero motivo del abandono y la separación.